Las «puertas giratorias» pueden ser fuente de riesgos, pero también de oportunidades.
Si solo vemos los riesgos, nunca entenderemos lo que puede pasar ahí.
El empresario o directivo es una persona con conocimientos, capacidades, actitudes y valores para dirigir equipos humanos.
Ha adquirido familiaridad con los problemas económicos; sabe lo que es un balance y una cuenta de resultados; ha tenido que diseñar una estrategia, negociar con los sindicatos, pelearse con los competidores, convencer a los clientes, atender a muchas cosas, tener criterios claros sobre lo que conviene y lo que no conviene.
El peligro del empresario metido a político es el conflicto de intereses: tener un sesgo en sus actuaciones en favor de la empresa de la que proviene.
Pero esto mismo pasa en muchos casos, en la vida privada: por ejemplo, es frecuente que una empresa contrate a un directivo que venga del mismo sector, de modo que podrá tener preferencias por ciertos proveedores, o mejores tratos con ciertos clientes, o deseará llevarse consigo a sus empleados más eficaces, o conocerá muchos secretos de su antiguo empleo.
Pero esto está contemplado en la legislación: lo que procede es que los controles y la transparencia funcionen bien.
La puerta giratoria funciona también en sentido contrario, de la política a la empresa privada.
Los peligros son parecidos: un trato de favor a ciertas empresas o sectores, por si el político puede recalar en ellas cuando cambie el viento; la conservación a amistades y relaciones, que pueden dar lugar a tratos de favor de otros.
Pero, insisto, esto pasa también en la empresa: los contratos de los directivos suelen tener cláusulas rigurosas sobre la posibilidad de trabajar en la competencia o de llevarse los secretos de una empresa a otra.
De nuevo, lo que procede es cuidar las normas de prudencia y cumplir la ley.