El suelo es uno de las principales variables que afectan a la salud y el vigor de nuestros cultivos, junto con la luz, el clima y el agua.
Los suelos tienen multitud de características físicas y químicas en base a las cuales pueden ser clasificados.
Los factores más importantes del suelo que afectan a la agricultura son, quizás, el drenaje, la textura, la estructura, la porosidad, la profundidad y, por último, su composición química; de la que dependen otra serie de elementos como el pH, cantidad de materia orgánica que poseen, etc.
Las más finas, como las arcillosas, retienen mucha agua y dejan poco espacio a la fase gaseosa, lo que puede producir problemas de encharcamiento y asfixia de las raíces.
Aunque los suelos arcillosos tengan esa tendencia a la inundación, y suelan formar apelmazamientos de tierra difíciles de atravesar por las raíces, también son buenos reteniendo nutrientes.
Esto es debido a que la arcilla tiene carga negativa, que a su vez atrae a los cationes con carga positiva como el calcio, el magnesio, el hierro o el aluminio, a los cuales se pegan las moléculas orgánicas por tener carga negativa.
Si nuestro suelo tiene las características arriba mencionadas, podemos mejorar su calidad llevando a cabo una serie de acciones específicas.
En el caso de los suelos arcillosos lo mejor es añadirles año tras año materia orgánica en forma de compost, para lograr que sean más esponjosos y aireados.
También viene bien mezclarlos con arenas u otros elementos que ayuden a aumentar su permeabilidad, con el fin de impedir una excesiva retención de agua.
Estas acciones permitirán poco a poco conseguir un sustrato más productivo y apto para el laboreo, lo que repercutirá directamente en la cantidad y calidad de las cosechas que en un futuro obtengamos.